Yoga

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Uno de mis primeros encuentros con el yoga fue en 1993, casi mareado por el viaje en el Jet Foil, cuando bajé al muelle de Santa Cruz de Tenerife, donde me esperaban cuatro amigos para la presentación de una novela, y seguimos al Ateneo de La Laguna. Tras una exposición académica y una discusión abominablemente interesante sobre las formas expresivas de vanguardia, salimos todos a la calle bajando la escalera del Ateneo y, ante el temor de que el frío me sofocara, paré a mirar bien el tablón de notas, a la izquierda de la salida, y allí estaba anunciada la impartición de enseñanzas por un hombre iluminado, de nombre Shambu, que durante los cuatro siguientes días estaría en Los Realejos. 


Raudo acudí a Los Realejos a la mañana siguiente y, efectivamente, este hombre, rodeado de una parafernalia oriental, sumido en un estado de continua meditación y enseñanza, se empleaba en transmitir a quien lo deseaba una suerte de conocimiento místico e innominable. Poseído por el silencio de la interiorización, se meditaba con él durante horas con técnicas de autobservación sostenida, o con la simple criba de pensamientos que no fueran constructivos o vitales. Shambu dijo: “¿Podéis ver la televisión sin ser afectados por ella, sin ser llevados por lo que en ella aparece, sin que vuestros sentidos resulten atraídos por ella? La vida es igual, y todos los objetos son iguales: el trabajo, la familia, el ocio, todo absorbe nuestra atención sin que podamos desviarla, y la clave está en practicar ese esfuerzo de reconducir la atención: retirarse”. 


Ay, ay, ay, que el frío que hacía era renuente y se colaba por todas las rendijas del vestido, lo que, en el sótano de la Casa de la Cultura de Los Realejos, con paredes enmohecidas por la humedad, traía consigo la proliferación de estornudos en las diversas narices de los aprendices de yoguis que allí habíamos. Poco faltaba para llegar al final de los dos días de retiro cuando, muy propiamente, nos reunimos todos en diversos grupos alrededor de lo que Shambu llamaba monitores, o sea, personas de práctica más avanzada que nos interrogarían acerca de nuestras respectivas experiencias o, de alguna manera iniciática, influirían en nuestro aprendizaje. En mi grupo éramos cuatro señoritas y yo, además del monitor. De las cuatro señoritas, una vestía con impoluto blancor, portando un peplo, tenía la tez con esa pose mística propia de quienes ya se han introducido en experiencias semejantes, y portadora, también, de una mirada nostálgica que, a los que no saben ver sino desde fuera, les hubiera parecido igual a la de los perdidos enamorados que pasan esa linda y feromónica enfermedad que se alivia en el tálamo y preferiblemente haciendo funcionar las partes oprobiosas del organismo. 


Doy fe de que yo, que había prorrumpido en innumerables estornudos, con sonora mucosidad, por mi sensibilidad especial a las moquetas y al frío, permanecí todo el tiempo con mis ojos cerrados. El silencio, aparte los estornudos y la relajada respiración de los participantes, era casi total. Y la meditación continuaba. No obstante, noté que algo se acercaba a mí y pasaba como a unos diez o veinte centímetros de mi piel. Mis ojos siguieron cerrados y consideré que esa sensación era propia de tantas horas seguidas meditando, lo cual ocurre venturosas veces y comienza a ser la apertura perceptiva a los universos interiores a los que el hombre occidental se mostraba remiso y estúpido para acceder. Así que proseguí, pues, en mi interiorización meditativa cuando, he aquí que, pensé, mis sentidos auditivos también comenzaban a resultar afectados por un extraño cambio, pero más violento aún: en medio del silencio en el que las respiraciones se percibían con mayor nitidez ¡Cataplás!, escuché un ruido que sonó en todo el recinto. Tampoco ahí abrí los ojos, y seguí sumido en aquella maravillosa experiencia. Eso sí, sentí como si momentáneamente se removieran algunos de los que estaban a mi alrededor en un improvisado grupito, pero con bastante rapidez el murmurio se calmó. A los quince minutos, más o menos, terminó el último ejercicio meditativo y todos abrimos los ojos, caímos en posturas menos disciplinadas y nos reunimos cada quien con nuestros monitores. 


El de nuestro grupo comenzó una ronda de preguntas y respuestas acerca de nuestra experiencia y, cuando me llegó el turno, conté rápidamente lo que más me había entusiasmado de la mía: “Nunca había experimentado la extraña sensación auditiva que acabo de tener en medio de un estado de paz y disciplina extraordinario”, y proseguí: “en cierta ocasión, meditando con un lama Karmapa, un ramalazo de luz dorada que me vino de lo alto me provocó tal sobresalto que abrí los ojos y salí asustado y corriendo de la habitación. Con aquella inapropiada huida de lo supuestamente abismático cesó la experiencia que, por lo veloz y grandiosa, prometía ser excepcional. Pero en esta ocasión he conseguido dominar el miedo ante el sobrenatural ruido que he escuchado, como una palmada en el aire, como un divino aplauso…”. El ridículo llegó entonces: la estilizada damisela del peplo blanco de la cual avisé antes interrumpió el coloquio y puntualizó mi experiencia: “No fue ningún aplauso divino, fue la cachetada que tuve que pegar al monitor”. Me quedé de piedra, no sé si tanto por la frustración de mi inesperada y sobrenatural experiencia, como porque el bofetón del que se trataba, y que yo había interpretado como un ruido de origen divino, hubiera provenido, precisamente, de aquella cosa tan finolis, guapa, nostálgica y perdida en lo etéreo como parecía la alba damisela. Todo devino después en una discusión entre el monitor y la mística jovencita acerca de si él le había intentado tocar el chakra del plexo -zona donde yo veía dos hermosos pechos sujetos por lencería fina-, en el preciso instante en el que ella hacía subir la energía kundalini desde no recuerdo qué parte de su región lumbar. Y allí quedaron mientras yo acudí a colocarme mi calzado para apartarme de tan flagrante degeneración. Salí, sin despedirme, cogí el coche, y volví a La Laguna, entré en El Ateneo a tomar un vaso de agua de Vilaflor, miré a la pared, y ya no estaba el anuncio de Shambu. 


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Shadus en posturas de Yoga Asanas


Queda claro que el “shadaka” o aspirante, debe ser ecuánime, no dejarse llevar ni por las alegrías ni por las penas, no dejarse influir por los miedos ni los deseos, pues los pensamientos que se originan en el mundo sutil adquieren gran capacidad para sustanciarse en el mundo más grosero de lo material, presa de la limerencia o la infatuación, y se puede producir que, quien se acuesta en juventud, alboree excrementado, tanto como que quien deja pasar la estantigua de los sentidos caiga presa del pasmo pastueño. “Sic et simpliciter”.

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