La Era Trump

Un análisis sobre la llegada de Trump al poder
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En abril 1986, aproximadamente, acudí a la Universidad Complutense a un Congreso sobre la teoría generalista de Noam Chomsky, que daba clases en el MIT, y todos los que lo mentaban para sentar cátedra en sus intervenciones, lo hacían como quien rendía culto a una autoridad, casi ciegamente. Había un tal Carlos P. Otero, de Berkeley, traductor de sus obras, cuyas loas chomskianas eran tan estomagantes que hacían dudar de si su teoría de la gramática generativa (“Estructuras Sintácticas”, 1957) estaba soportada en algo empírico o en el puro culto. Chomsky tenía por entonces 57 años, y no se había radicalizado tanto como lo ha hecho posteriormente en una especie de odio patológico a sus orígenes. La teoría científica de Chomsky afirmaba que el lenguaje y sus estructuras son de adquisición innata, como si ya conviviera en el cerebro, en la especie, en la genética, a través de una especie de plantilla predefinida. José Sanmartín, de Valencia, Jonathan Cohen, de Oxford, Manuel Garrido, de la Complutense, el propio Miguel Boyer, intelectual socialista, Juan Goytisolo, Vicente Verdú, o Javier Sádaba, jaleaban a este icono intelectual en una España recién salida de una vieja dictadura. Socialismo intelectual en estado puro e irrebatible, acompañado de un descubrimiento lingüístico que se entendía canónico. Esto provocaba el clásico efecto de que como Einstein descubrió la ley de la relatividad, todo lo que dijera acerca de cualquier cosa también tenía de rebosar de sabiduría, o que como Camilo J. Cela fue Premio Nobel, pues hasta las recetas para hacer el cocido deberían ser más eficaces si las dictaba él. Pero ocurre que sólo con dejar pasar los años, los productos teóricos se agotan, y ahora la teoría de Chomsky empieza a decaer. En los años cincuenta se puso de moda el reducir los comportamientos a un lenguaje computacional, y Chomsky consiguió formalizar esto además de postular que dicha estructura computacional venía dada en la genética humana. El estudio de miles de lenguas a la luz de la teoría chomskiana, dio con algunas lenguas australianas, y el vasco y el urdu, como formas lingüísticas que no trataban al sujeto de la forma previsible por la gramática universal, y ello le obligó a reformular su teoría en 2002, en un artículo en la revista Science, donde proponía la recursividad computacional como explicación total. También se encontraron contraejemplos a esto, por ejemplo, en lenguas del Amazonas. La cuestión es que ya se discute la existencia de una gramática universal y se sustituye por una nueva teoría de “lingüística basada en el uso” (Michael Tomasello, Harvard, 2003), que parte justamente de que el lenguaje no es innato, producto de la historia y la psicología humanas, y que no va correlacionado a la evolución de los recursos cerebrales, sino que se adapta a ellos.


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Justamente en la época de esos descubrimientos universales, que producían en la intelectualidad una especie de euforia descubridora de los misterios del universo, surgió el macartismo, que hizo de perfecta contraposición para que todas estas teorías fueran, además, la demostración de que la ignorancia era la de McCarthy y el macartismo, y la sabiduría venía del lado de los perseguidos de la izquierda. Un ejemplo más lo constituyó Marvin Harris como epígono del materialismo cultural, que quiso explicar todos los comportamientos culturales en base a la procura de sustento, es decir, que las condiciones materiales de la existencia humana son las que marcan las elucubraciones superestructurales de cualquier grupo humano.



El macartismo constituyó, por tanto, el objeto contra el que construir la intelectualidad, justamente lo mismo que en España, que advino a este juego con retraso, llegó a decirse, en la posterior época de decadencia intelectual: “contra Franco vivíamos mejor”. En 1953, Arthur Miller tuvo gran éxito con “Las brujas de Salem” como metáfora de lo que estaba ocurriendo en el mundo intelectual norteamericano, donde se habían posicionado los macartistas en el gobierno atacando inmisericordemente a todo representante directo o indirecto de filiación comunista, con la fuerza que daba la sangre derramada en la guerra de Corea, que era una guerra anticomunista. Existía una atmósfera tensa y amenazadora, y ese es el mejor caldo de cultivo para que las ideas atacadas y sus mártires se engrandecieran ante la opinión pública afín, adquiriendo el carácter de heroicas. Los temas son mucho más complejos cuando vemos que en la sociedad de esa misma época, 1952, el matemático y filósofo Alan Turing era procesado por delito de homosexualidad, o que incluso hasta 1981, en Italia, la violación de una mujer se atenuaba con el casamiento por parte del violador, cuestiones que, en el bloque occidental, hoy día ya ni se discuten.



Contradictoriamente, un hombre sensato como Robert Oppenheimer, factótum de las bombas atómicas, se oponía a la bomba de hidrógeno, pero entretanto, los adalides de la justicia a los que se vinculaban los perseguidos por el macartismo, los comunistas rusos, creaban la bomba de hidrógeno más grande nunca vista, la bomba del Zar, que explosionó el 30 de octubre de 1961, tres mil veces más potente que la de Hiroshima.



Humphrey Bogart, Dalton Trumbo, Lauren Bacall, Gregory Peck, Katharine Hepburn, Kirk Douglas, Burt Lancaster, John Huston, Orson Welles, Charles Chaplin o Frank Sinatra, se erigieron en defensores de la libertad. Bertold Bretch o Edward Murrow, desde otros ámbitos no faranduleros, también luchaban contra la cortedad de mente del macartismo, que destruyó varias vidas intelectuales, por no decir que las aupó por oposición, como “contra Franco vivíamos mejor”. Del lado de los perseguidores estaban Cecil B. DeMille, Gary Cooper, Ronald Reagan, Robert Taylor, Walt Disney o Elia Kazan.



Se quiere hoy en día resucitar ese mismo espíritu de lucha contra el gobierno de las elites, representado por Donald Trump, de forma que un discurso políticamente correcto como el de Meryl Streep, o las proclamas de Scarlett Johansson, Martin Sheen, Julianne Moore, Miley Cyrus, o Robert de Niro prometiéndole un piñazo a Trump, intentan producir los mismos efectos que los que en los años 50 a 70 se consiguió liderar con el anti-macartismo y la contra-opinión a las guerras de Corea o Vietnam.



Si analizamos la circunstancia histórica de estas actitudes, siempre hay un enemigo de guerra sobre el que pivotan las proclamas faranduleras o los acompañamientos textuales e intelectuales como los de Stiglitz o el de Krugman, al estilo de Zola, para arrumbar a quien debe concentrar el arquetipo subjetivo de la maldad de la elite opresora. La guerra es, actual y evidentemente, la que está contextualizada en el Oriente Medio y cruza desde Africa hasta el Mar de China. Y esa guerra alimenta la dureza del gobierno contra la quejumbre de las masas gobernadas, y viceversa.

 


El problema de la redistribución, el que reordena a las masas como oprimidas y las enfrenta a los opresores, para contar con un contexto que posibilite el crecimiento de una ira redirigida, lo constituye el neoliberalismo unido a la explosión demográfica y la interconexión de los humanos en tiempo real. Ya no es un inconveniente exclusivamente de dialéctica histórica, sino un cambio de fase a la que se incorpora una masa biológica representada por miles de millones de seres humanos interconectados a tiempo real y que buscan una redistribución de la riqueza que proteja una unidad mínima de bienestar por ciudadano, a fin de que los comerciantes obtengan un máximo rédito y los gobernantes tengan un máximo panóptico de vigilancia para que el monstruo demográfico no entre en caos. Giorgio Agamben y su tesis de los seres humanos como cuerpos para ser dominados, o Michael Foucault y su tesis de la sociedad representada a través de sus cárceles y sistemas penales, son descriptores de ese inmenso cuerpo en el que, ahora sí, hemos de integrar situacional e históricamente el denominado populismo, que no es sino la forma espectacular de liderar a unas masas desideologizadas y consumidoras.



De esta forma se genera una actitud en los faranduleros que ya se intenta tildar de Macartismo Inverso, en la que la fuerza de los representantes del show quiere un statu quo, en tanto que la otra fuerza de los comerciantes y las clases trabajadoras quiere recuperar un bienestar perdido. El hecho de que las frases emitidas por ambos sean insultantes (el piñazo de Robert de Niro versus los adjetivos de Trump) indican el calentamiento previo al enfrentamiento, un enfrentamiento donde el statu quo está en el lado contrario de la vez anterior, y la renovación viene de los denominados populistas, es decir, de a quienes el sustento les va mal y se encuentran, además, sin valores que les nutran de orgullo y dignidad.



Si nos situamos en el momento previo al macartismo, la farándula del Gran Gatsby (Scott Fitzgerald, 1925) mostró el plató de las veleidades y las vanidades previas a la gran guerra. Después de la gran guerra, y la posterior guerra fría, el macartismo tomó el relevo para acallar una nueva época de libertad estética y tendencias filo-socialistas de admiración al otro lado del muro, y terminó desapareciendo gracias a la tecnología, que expandió la información por todo el planeta durante cinco décadas, hasta llegar a hoy. Una crisis global como la de 2008, iniciada, o probablemente provocada, con Lehmann Brothers y sus bonos de deuda, pública y subprime, se ha atajado con mucha mayor eficacia que la de 1929 debido a las nuevas tecnologías, de mayor inmediatez, y ahora entramos en una nueva era, no porque se haya preparado por una malvada elite, sino porque la tecnología inter-comunicativa evoluciona así.



El líder de USA, Trump, no es ninguna lumbrera filosófica, como tampoco lo es Putin, o Xi Jingping, o los Le Pen, Wilders, Orban o siguientes que pronto dominarán en Europa. Los líderes de los países vuelven a ser aquéllos que ofertan a las masas el arquetipo de violencia y dignidad que necesitan para entender que no están a merced del abandono. Pasó en la primera mitad del siglo XX, y si analizamos la historia de la humanidad, pasa continuamente, que cuando el comercio cede y el ocio y el consumo desmotiva el espíritu apolíneo, vienen la ira y los atributos de Marte. Los gobernantes actuales proponen nada, a raíz de la erradicación del valor y a través de legislar y acallar con códigos penales el odio natural que han de mostrar las masas ante la racaille que inunda las identidades históricas. Cualquier sociedad de comerciantes y ociosos es blanco fácil y obligatorio de los barbaroi, y estos inmediatamente vienen a conquistar, vandalizar, destruir y violar. Es un principio como el de Arquímedes, pero sociológico. Y ese es el terreno en el que crecen los líderes que encauzan la ira.



La farándula y los intelectuales están fuera de la realidad, forman parte de la decadencia consumista, y los pocos que propugnan la ira son racaille con manifiestos comunistas e ideologías de clase que tienen muy mala prensa y suenan como un cuarteto de cuerda medieval.



La anterior crisis neoliberal comenzada por Reagan y Tatcher, en medio de un mar de dictaduras tercermundistas agobiadas por el monetarismo, que al final produjo una elite de neocons de corte trotskista porque apoyaban la revolución permanente desde las elites liberales, ahora trae una idea más novedosa, el anarcocapitalismo y el libertarianismo, en medio de un mundo transhumanista. Al lado de estas ideas todavía no testadas en la realidad, los comunitaristas y socialdemócratas parecerán asmáticos. Peter Thiel es uno de los asesores cercanos a Trump, creador de Pay Pal, y en el origen de Facebook, Airbnb, Linkedin, Palantir o Spotify. En 2009, escribió para el Instituto Cato: “estoy en contra de los impuestos, de los totalitarismos y de que la muerte sea inevitable para todo el mundo. Me sigo calificando como libertario. Lo más importante es que ya no creo que libertad y democracia sean compatibles”. Este libertarianismo, formalizado en su momento por Ayn Rand, propugna que el individuo humano está por encima de la sociedad, que el estado ha de reducirse a la mínima expresión, que los impuestos directos han de eliminarse, que los tratados de comercio internacional han de suprimirse, que la propiedad privada es sagrada y máximamente penalizable atentar contra ella, que los monopolios han de ser permitidos y la competencia es para proteger a los perdedores, y que hay que reducir la intervención exterior en los conflictos. Thiel ha estudiado la forma de crear micronaciones en aguas internacionales fuera del dominio de los gobiernos para operar al margen de las leyes: “estamos en una carrera mortal entre la política y la tecnología. El destino de nuestro mundo puede depender de una sola persona que construya la maquinaria que haga el mundo más seguro para el capitalismo”.



Donald Trump, pues, ha generado una fórmula vital que va en busca del éxito, con estilos parecidos a los de los textos autoayuda heredados de Carnegie, o casi del transurfing financiero: ”la gente rica cree: yo creo mi vida, la gente pobre cree: la vida me sucede”, “la gente rica juega el juego del dinero para ganar, la gente pobre juega el juego del dinero para no perder”, “la gente rica se enfoca en las oportunidades, la gente pobre se enfoca en los obstáculos”, “la gente rica elige ser pagados basados en sus resultados, la gente pobre elige ser pagados basados en el tiempo”, “los ricos tienen su dinero trabajando duro para ellos, los pobres trabajan duro para su dinero”… Donald Trump, Bachelor of Science en la Universidad de Pensilvania, acuñó la expresión IQ financiero, como detalla en su libro “Queremos que seas rico”, escrito junto a Robert Kyosaki, publicado por Aguilar y Santillana, de Prisa editorial, en 2012. Y ese espíritu, desde luego, ha sido el elegido por la mitad de los estadounidenses, generando un antagonismo que impulsará las dos próximas décadas, que serán fatídicas para las generaciones de lo políticamente correcto. 



A finales del pasado siglo XX la humanidad, en occidente, entró en una fase de deficiencia intelectual, probablemente por el importante lapso de paz, inédito en un mundo que nunca, en la historia conocida, había superado los miles de millones de seres humanos. Tanta masa humana generó una dinámica de la subsistencia que, principalmente, dio el éxito de la eficiencia al denominado capitalismo en su vertiente liberal.



Simultáneamente, las políticas colectivistas o comunitaristas, a pesar de su éxito entre los intelectuales, dieron un continuo balance de mortandad planificada en los países en los que se impusieron.



De esta forma, el consumismo y la acumulación simbólica del trabajo en el dinero, físico o virtual, son las dos dinámicas que ocupan hoy día al mundo. Su héroe es el comercio.



Este contexto, inevitablemente, nos señala que estamos en una época de inactividad militar, y a la vez, de desconexión religiosa, excepto en oriente medio y las zonas correlacionadas, que probablemente serán la espita que dé pábulo a las sempiternas invasiones de los barbaroi. El planeta está relativamente en paz. La paz se deteriora, por naturaleza. Luego sobrevendrá la guerra y el imperio. Y después, otra vez, el comercio y la paz, o la paz y el comercio.



Y en fin, el ciclo del comercio que ha nutrido ocio y consumo, ha provocado la decadencia. Lo religioso y lo ético pasaron a perder valor, y el valor lo empezó a ocupar el dinero, la acumulación simbólica del trabajo y los medios de producción por los más afortunados. Ante este vacío, que lo fue también del arte y del pensamiento, la organización de la polis dejó de ser internacionalista y se hizo egoísta. Como resultado proliferaron los nacionalismos y en medio de ellos vence el individualismo.


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