John Polkinghorne

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John Polkinghorne, físico (Foto de Wikipedia)





     Fue en la mañana en la que Arnulf Heidegger y yo dimos sendas conferencias en El Museo Canario, en el contexto del III Encuentro de Filosofía sobre Ontología Social, que se me acercaron dos colegas y, respecto a mi propuesta acerca de la ontología de un Ser Superior a los humanos -aunque tan solo en el sentido de un siguiente nivel, el nivel de grupo social humano, o humanero-, me interrogaron acerca de si estaba planteando una teología. Evidentemente no, pero la pregunta, o la preocupación, se repite con insistencia en otros encuentros, lo que da idea de que, tan pronto señalamos por encima nuestro, pensamos en una teología, como si sobreviniera una especie de Temor de Dios provocado por lo desconocido. 


     El conocimiento profundo del mundo, cuando lo investigamos, produce un “horror vacui” que nos lleva a los confines del Ser, los que señaló indirectamente Heidegger marcándolos con “die Angst” (la angustia, la ansiedad existencial), así como en física cuántica también se detecta a las partículas subatómicas indirectamente, a través de su extrañeza, de la extrañeza de sus comportamientos previstos. He aquí, pues, que Marcus du Sautoy, el sustituto de Richard Dawkins en la cátedra de Comprensión Pública de la Ciencia, en la Universidad de Oxford, relata en su compendio sobre lo que no podemos saber (“What We Cannot Know”, 2016), cómo en una de las fronteras del conocimiento actual humano, la de la matemática del caos, encontramos un comportamiento de aleatoriedad e indeterminismo que se nos presenta como un hecho del universo, incognoscible en tanto indeterminable. Hay en matemáticas un exponente, denominado exponente de Lyapunov, que señala que si en un determinado sistema es positivo, las divergencias futuras respecto a pequeñísimos cambios en las condiciones iniciales, se convierten en exponenciales, en gigantescas. De hecho, es una de las definiciones que hay para la matemática del caos. En un ejemplo: la distancia entre dos órbitas planetarias se multiplica por 10 cada 10 millones de años, de donde es imposible predecir el futuro del sistema solar dentro de 5.000 millones de años; hay una frontera incognoscible. 


     Y aquí es donde acudimos a John Polkinghorne, físico teórico cuyo “alma mater” ha sido la Universidad de Cambridge, y que, una vez hizo grandes descubrimientos al respecto, se ordenó presbítero anglicano. Actualmente tiene 88 años, y mucho qué decir: ¡Estudió con Paul Dirac, Richard Feynman y Murray Gell-Mann! Una leyenda viva. La teoría del caos destruye la posibilidad de conocerlo todo, señala fronteras a partir de las cuáles no se sabe qué puede pasar, y es ahí donde Polkinghorne argumenta la posible intervención de Dios. Estamos hablando de ciencia de la de verdad, de la que se acerca a los límites del Todo, que es donde está el misterio por conocer, no hablamos de la ciencia de Pedro Duque, a la altura de la de un chimpancé (y que por eso hace los destrozos que hace). La tesis de Polkinghorne desemboca en la necesidad de datos holísticos, universales, completos, carentes de cláusulas “ceteris paribus”. En palabras de Du Sautoy: “dado que la teoría del caos implica que incluso la localización de un electrón en el otro extremo del universo podría influir en todo el sistema, necesitamos tener un conocimiento holístico, completo, de todo el sistema… No podemos aislar con éxito una parte del universo y seguir teniendo esperanzas de hacer predicciones basándonos exclusivamente en esa parte del universo”. 


     Es en esa característica en la que baso mis propuestas humanísticas: el humano no es posible observarlo como algo en sí y para sí, sino como algo en medio de una serie infinita de niveles, encima del cual está un Ser Superior, así como él mismo es Ser Superior de sus componentes biológicos. Definitivamente, el gran hallazgo definitorio de John Polkinghorne está en que la paradoja del indeterminismo divide el conocimiento en dos: epistemología y ontología, el cómo funcionan las cosas y el qué son las cosas, y en esa brecha entre ambas disciplinas, se moverá el filósofo o el teólogo, el primero encontrando la Energía y el segundo encontrando a Dios. Polkinghorne pone una regla, no obstante: solo se permiten intercambios entre sistemas si lo que varía es la información, no la energía, la cual, para preservar las leyes de la física, ni se crea ni se destruye. Esta manía de físico teórico, no obstante, filosóficamente, hay que abatirla: la energía sí se crea y se destruye, aunque esto es harina de otro costal. Terminemos con una sentencia de Polkinghorne sobre la ciencia: “La ciencia plantea una sola pregunta sobre cómo funcionan las cosas: ¿qué proceso rige el mundo? Y deja deliberadamente de lado, por su propia naturaleza, cuestiones sobre el significado de las cosas, su valor y su propósito. No es la primera vez que me topo con esta supuesta línea divisoria: la ciencia explica el cómo y la religión explica el por qué. Es un eslogan atractivo, pero creo que tremendamente injusto en lo que se refiere a la ciencia”. Volvamos al ejemplo del chimpancé Pedro Duque, por ser gráficos: manipula el ADN y se cree que es el creador, cuando ni tiene, ni tendrá nunca, idea de dónde viene el ADN, allá, millones de millones de años atrás, pues eso no es lo desconocido, sino lo que no se puede conocer.


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