Max Stirner
“El único y su propiedad”, traducción del alemán “Der Einzige und sein Eigenthum”, es el libro central de Max Stirner, alias de Johann Kaspar Schmidt, publicado en 1844. Stirner localiza y señala a los dos monstruos que acechan a los humanos: el Estado y la Religión. Es evidente que, con tales enemigos, la estela del pensamiento vira al anarquismo, pues toda opresión del humano es generada por el Ser Superior o Ser Social dentro del que hay siempre un representante: el Dictador, el Rey o el Presidente.
Pues bien, en aquella época, todavía virgen el pensamiento respecto a la clasificación de las actitudes políticas, buscadoras de la libertad que, por mala suerte, siempre se perdía por las selvas del socialismo, surgieron varios pensadores anarquistas como P. J. Proudhon, M. Bakunin, P. Kropotkin, o B. R. Tucker. Gran época en la que el pensamiento se despertaba y Max Stirner asistía a una tertulia de los jóvenes hegelianos, denominada “Die Freien”, es decir, “Los Libres”, y en ese contexto fue que publicó su “El Único…”. Aquellos tertulianos se emborrachaban en el bar "Hippel's Weinstube", en Berlin, y acudían, entre otros, Bruno Bauer, Friedrich Engels, Karl Marx, Ludwig Feuerbach o Moses Hess, y una sola mujer, María Dähnhard, que fue esposa del propio Stirner. María Dähnhard se divorció de Stirner cuando éste publicó su “El Único y su propiedad”, puesto que fue considerado un texto rebelde y vacío, en medio de aquel batiburrillo intelectual en el que cabía la revolución, pero para proponer un nuevo orden, y nunca cabía proponer el desorden, ni la destrucción de la respetada Sociedad o Ser Superior, que no venía a ser sino la perfecta sustituta de la Religión de Dios.
Los filósofos tabernarios del bar “Hippel´s Weinstube”, se escindieron en dos, unos más hegelianos, colectivistas y antiindividualistas, y otros, como Buhl, Köppen, Nauwerk y Stirner, ateos y críticos con las reglas, lo cual los hacía especialmente despreciables. Max Stirner, nos alecciona sobre el Ser Social en medio del que vive el humano: “¿Qué causa es la que debo defender? Antes que nada la buena causa, la causa de Dios, de la verdad, de la libertad, de la humanidad, de la justicia; luego la de mi pueblo, la de mi gobernante, la de mi patria; más tarde será la del Espíritu y miles más después. Únicamente mi causa no puede ser nunca mi causa”.
Esto es lo que Stirner dice que nos dicen, de esto se queja, y ahora la sospecha: “¿Pero esos cuyos intereses son sagrados, esos por quienes debemos trabajar, sacrificarnos y entusiasmarnos, cómo entienden su causa? Ustedes, que saben de Dios tantas y tan profundas cosas; ustedes que durante siglos exploraron las profundidades de la divinidad y penetraron con sus miradas hasta lo profundo de su corazón, ¿pueden decirme cómo entiende Dios la causa divina que debemos servir nosotros? Y ya que tampoco nos ocultan los designios del Señor. ¿Qué quiere? ¿Qué persigue? ¿Abrazó, como a nosotros se nos pide, una causa ajena y se ha hecho el campeón de la verdad y del amor? Este absurdo indigna; nos enseñan que siendo Dios todo amor y toda verdad, las causas del amor y de la verdad se confunden con la suya y le son consustanciales. Les repugna admitir que Dios pueda, como nosotros, hacer suya la causa de otro. ¿Pero abrazaría Dios la causa de la verdad si no fuera la suya? Dios no se ocupa más que de su causa, porque al ser él todo en todo, todo es su causa. Más claro: Dios no se preocupa más que de lo suyo, no se ocupa más que de sí mismo, no piensa en nadie más que en sí mismo y no se fija más que en sí mismo; Dios es un ególatra”. Pero la gran falacia sigue, y Stirner la muestra peliagudamente: “¿Y la humanidad, cuyos intereses debemos defender como nuestros, qué causa defiende? ¿La de otro? ¿Una superior? No. La humanidad no se ve más que a sí misma, la humanidad no tiene otro objeto que la humanidad; su causa es ella misma. Con tal que ella se desarrolle no le importa que mueran los individuos y los pueblos; saca de ellos lo que puede sacar, y cuando han cumplido la tarea que les reclamaba, los echa al cesto de papeles inservibles de la historia”. Y la puntilla final: “Revisen a los demás y vean por ustedes mismos si la Verdad, la Libertad, la Justicia, etc., se preocupan de ustedes para otra cosa que no sea pedirles su entusiasmo y sus servicios. Que sean servidores dedicados, que les rindan homenaje, eso es todo lo que les piden. Miren a un pueblo redimido por nobles patriotas; los patriotas caen en la batalla o revientan de hambre y de miseria; ¿qué dice el pueblo? ¡Abonado con sus cadáveres se hace floreciente! Mueren los individuos por la gran causa del pueblo”. Por tanto: “Dios y la humanidad no basaron su causa sobre nada, sobre nada más que ellos mismos. Yo basaré, entonces, mi causa sobre mí; soy, como Dios, la negación de todo lo demás, soy todo para mí, soy el único… Yo no soy nada en el sentido de vacío, pero soy la nada creadora, la nada de la que saco todo. ¡Fuera entonces toda causa que no sea entera y exclusivamente la mía! Mi causa, me dirán, debería ser, al menos, la buena causa. ¿Qué es lo bueno, qué es lo malo? Yo mismo soy mi causa, y no soy ni bueno ni malo; esas no son, para mí, más que palabras. Lo divino mira a Dios, lo humano mira al hombre. Mi causa no es divina ni humana, no es ni lo verdadero, ni lo bueno, ni lo justo, ni lo libre, es lo mío, no es general, sino única, como yo soy único”.
Publicado, pues, el libro, en octubre de 1844 por el editor Otto Wigand, en Leipzig, a finales de ese mes fue censurado, aunque poco después se permitió su venta. Su mujer le dejó, y Moses Hess, Ludwig Feuerbach, Bruno Bauer, Karl Marx y Friedrich Engels, se le echaron encima a aplastar sus ideas, en uno de los actos reflejos de la filosofía, el que le hace gustar su propio hedor.
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