Si vamos a la app de Google Maps, presente en todos los móviles, hay una pestaña que dice “Tu cronología”, y ahí está grabado, día a día, todo el recorrido del usuario, indicando si se ha hecho en coche o a pie, con la mostración de los kilómetros y metros, la duración de cada trayecto, la indicación del lugar desde el que nos hemos desplazado, los minutos que hemos tardado de un lugar a otro, y los minutos que hemos permanecido en cada lugar. Me di cuenta de esto cuando, en una estancia en Bristol, U.K., hace un par de años, busqué por casualidad adonde había ido, y GoogleMaps me lo recordó mejor que yo mismo. Esto había sido el sueño, en los años noventa del pasado siglo, de Oliver North y Paul Wolfowitz, cuando intentaron disponer de un archivo de todos los habitantes del planeta en el que se cruzaran los números de la seguridad social, los gastos de la visa, las cuentas bancarias, los teléfonos y cualquier otro dato de interés. Hoy día sería una tarea propia de Mortadelo y Filemón, pues de todo eso ya se dispone en tiempo real. La vigilancia es ya al minuto, y siempre que carguemos con el móvil, lo cual es cada vez más habitual en todos los habitantes del planeta, que lo utilizan incluso a veces para grabar los asesinatos que ven en zona de guerra o no. Lo que conoce Google de mí no es algo que ocurra porque yo haya conectado la pestañita de la cronología, sino que mi acto sólo accede a lo que de forma masiva se dispone sí o sí de cada terrestre.
En los años noventa lo que parecía absoluta privacidad como era la llegada de Internet y la navegación en la web, pasó a ser obligatorio que las compañías telefónicas lo guardaran en archivos históricos imborrables y a disposición del Estado, por un Real Decreto firmado por el Rey y por Mariano Rajoy cuando era Ministro de Interior. Ya se estaban estableciendo, por imitación respecto al resto de países, los principios para la vigilancia total. Hoy día un imperio como China obliga a sus mil millones de ciudadanos a hacerse scanner faciales, los vigila puntuándolos incluso si cruzan bien o mal las calles, en zonas rurales o urbanas, y todos entran en la cobertura de 200 millones de cámaras colocadas por orden del Partido.
El advenimiento del 5G ha generado la lucha entre los buitres, entre los grandes hermanos, para tomar la delantera en lo que será el conocimiento del Internet de las Cosas: 20.000 satélites grabarán desde lo alto todo el planeta en las zonas donde no haya posibilidad de llegar con las antenas 5G, que serán colocadas a distancias de una cuadra una de otra, de forma que los chips implementados en las ropas de los usuarios, o en las dentaduras, o en las prótesis, o en todos los aparatos de las casas, y de fuera de las casas, en los restaurantes, las sillas de los cines, etcétera, darán informaciones de los micromovimientos de cada humano. No tardará más de diez años en hacerse esta vigilancia obligatoria por ley, y de la misma manera en que, por ejemplo, en muchos países se prohíbe al espectador tirar la entrada de cine por si un inspector de hacienda la solicita a la salida, obligación que persiste hasta haberse alejado unos 300 metros de la sala, pues será obligatorio también que todo ropaje, zapato, sillón o silla, electrodoméstico, patineta, coche, autobús, avión, sala de espera, edificio público o privado, carretera, playa, zona campestre, y cualquier hueco, sean nodos de vigilancia por orden del Gran Hermano: no será solo una posibilidad, sino una obligación. Y no llevar móvil será como no llevar DNI o carnet de conducir, punible por ley.
Pero todo esto es ciencia ficción barata. Vamos a los motivos estructurales. En el último meeting que celebramos en octubre del pasado año 2018 en El Museo Canario, con John Searle, Markus Gabriel, Maurizio Ferraris y yo mismo, nos centramos en un aspecto propuesto el año anterior por Markus Gabriel: la ontología social. Las propuestas ontológicas de Markus Gabriel, dentro de su realismo ontológico, completaban un panorama con las ARMI, u ontología de los aparatos que nos mantienen comunicados a todos, de Maurizio Ferraris, pero todo adquiría una dimensión preocupante con la formulación de John Searle, quien después de haber exprimido la ontología de los Actos de Habla desde los años ochenta, se había preocupado últimamente por la ontología social y, por ende, ha propuesto las Funciones de Estatus como materia ontológica a través de la que se conforma la sociedad humana y su posibilidad de ser vigilada como se vigila a un software. Searle sacaba con frecuencia un billete para mostrar que la función de estatus más común es el dinero, algo que no es ya un mecanismo marxista de valor y cambio, sino que ha pasado a ser una función de estatus representada por grabaciones en ordenadores de cifras ligadas a nombres de ciudadanos, y con ello se ordena el funcionamiento de todos los individuos, que si pierden el contacto con esas funciones de estatus, pasan a estar alienados y a ser sujetos pasivos, en lugar de sujetos activos de la sociedad.
Siempre discutí con mis colegas la existencia de una relación fuerte que provocaba el surgimiento de un ser, de un comportamiento ontológico con conciencia propia que sobrepasa a la conciencia de los individuos que lo conforman. Como en los enjambres o en las manadas o en los cardúmenes o en las plagas de insectos: hay un ser superior a cada uno de los individuos, que se apropia de sus respectivas racionalidades básicas, y los domina y guía. Las funciones de estatus son propiedad de esa conciencia superior que produce ese efecto maravilloso de ver a cientos de miles de estorninos, o de peces, o de abejas, o de langostas, yendo todos hacia el mismo sitio. En el caso de los seres humanos no es distinta la visión de los mismos cuando actúan: en el estadio de fútbol, en las colas para votar, en las revoluciones que estallan cuando algo alcanza una masa crítica y todos se convierten en máquinas de matar, en los transportes públicos donde todos adquieren rostros sin emociones, incluidos los conductores, en las ventanillas de las administraciones públicas, en los desfiles de los ejércitos, en los actos colectivos de devoración de cadáveres animales en los restaurantes, en las acciones de compra en los grandes almacenes, en la colocación para hipnotizarse pasivamente ante un film en un cine, et sic de coetera, los seres humanos pasan a posición de trance con inmediatez y es el Gran Ser el que los guía.
Para tratar debidamente este tema hay que abordarlo desde dos perspectivas, ambas en desarrollo simultáneo: la evolución hacia un ser transhumano, de un lado, y la apropiación de las voluntades de los seres humanos y transhumanos por el gran ser.
Es el filósofo oxoniense Nick Bostrom, quien desde su obra “Superintelligence” (Oxford University Press, 2014), marcó una barrera epistemológica a los que han defendido que en el ser humano termina toda conciencia, la cual no puede aparecer independiente en un conjunto de humanos. Una singularidad tecnológica es inminente, casi imposible que no se produzca, sería como esperar que la inteligencia humana no progrese. La explosión de inteligencia será un suceso esperable. Y esto ya se concebía desde 1965, cuando el matemático I.J.Good decía: “Definamos una máquina ultra inteligente como aquella que puede superar con creces todas las actividades intelectuales de cualquier hombre por muy listo que sea. Puesto que el diseño de la máquina es una de esas actividades intelectuales, una máquina ultra inteligente podría diseñar máquinas incluso mejores; entonces habría, sin duda, una explosión de inteligencia, y la inteligencia humana quedaría muy atrás”. Hans Moravec compara la posibilidad de una explosión de superinteligencia a “la historia del vuelo de seres más pesados que el aire, en la cual pájaros, murciélagos e insectos demostraron claramente la posibilidad de hacerlo antes de que la cultura lo dominara”. Ese es el enfoque, la cultura humana es secuencial y lenta, y el Gran Ser es rápido e implacable, y ya ha decidido lo que va a pasar.
Nick Bostrom apunta a lo que denomina “Superinteligencia colectiva”, tras estudiar los diversos caminos, incluidos los de la mejora genética de los individuos, que van acumulándose en una comunidad cognitivamente super-eficiente. Se trataría de “un sistema compuesto por un gran número de intelectos menores, de manera que el rendimiento general del sistema superaría enormemente al de cualquier sistema cognitivo actual en muchos ámbitos generales”. Nick Bostrom investiga, tras la observación de casos autistas que disfrutan de supermemorias, también en la idea de que “existan talentos cognitivos posibles pero no desarrollados”, tal y como yo expresé hace dos años en el libro “Filosofía y Transhumanismo”, proponiendo un experimento mental para la concepción de un transhumano en base a las distorsiones patológicas positivas de ciertos humanos que han adquirido el no tener miedo, el estar por encima de la moral y el tener una supermemoria.
En definitiva, a medida en que el ser humano se hace transhumano, la compactación de una conciencia grupal humana, una “Superinteligencia colectiva”, usando el término de Bostrom, es simultánea. Y la discusión ontológica está solo en reconocer que una Superinteligencia colectiva implica una conciencia colectiva con ego propio, del que formaríamos parte como células componentes.
Es en este sentido obvio que la libertad de movimiento deberá ser cada vez menor, pues ese Gran Ser, ese Leviatán, nos dominará inevitablemente. Las derivas de los diversos imperios, EEUU, China y el resto, todos tras el 5G como abejas a la miel o langostas devorando la masa biológica, indican el carácter asfixiador de las individualidades, que desaparecerán por necesidad ontológica, por la imposición de la Gran Conciencia, del Gran Ser, del que George Orwell, en su “Nineteen eighty-four”, su ”1984”, denominó Gran Hermano, lo que hoy día suena entre cínico y amable, para definir la naturaleza aplastante de la meta posthistórica en la que el ser humano será un sueño, ocupado por el Gran Ser conformado por mezclas de Transhumanos y Superinteligencias, y algunos humanos ya infranormales en su normalidad, que escaparán como las amebas o los piojos escapan del cuerpo sin que nadie piense en ellas.
Prisión Panóptica donde estuvo encarcelado Fidel
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