Dos catástrofes, la primera guerra mundial, con siete millones de muertos, y la gripe denominada española, justo hace un siglo, y que causó entre veinte y cuarenta millones de muertos en el planeta, dejaron en la sociedad una sensación de horror y de sufrimiento, ya fueran los muertos gaseados, asfixiados, traumatizados o con las secuelas de una grave postencefalitis. El olvido casi inmediato, a los pocos años, de estas catástrofes, es tan palmario que se supone que es un natural efecto sobrevenido de euforia tras el paso del peligro.
Tras la tempestad sobreviene la calma, y se la disfruta con amnesia hasta que se aboca en otra crisis.
En la historia de los orígenes de la Escuela de Frankfurt se contemplan todos estos vaivenes, insertos dentro de la ebullición de los denominados los felices y locos años veinte, del pasado siglo XX. No hay que perder de vista que en plena primera Gran Guerra, en octubre de 1917, la tristeza, la pobreza y la tiranía comunista inundó al país más extenso del mundo, a Rusia: un vendaval de dolor y purga para construir la sociedad del pensamiento único. Los felices años veinte lo constituyen una serie de ciudadanos que encontraron los medios y los ambientes propicios, al sentirse vivos y, por tanto, exitosos ante la parca, pero había otras partes de la tierra en la que la nube del terror se cernía lentamente, y las deportaciones en masa, las hambrunas, las levas, las violaciones y los asesinatos, barrían sobre toda una comunidad inocente que no sabía qué pasaba.
Los felices años veinte -del siglo XX- fueron, pues, años de agitación social, de efervescencia artística, del jazz considerado repelente por los comunistas y del Art Déco y la Bauhaus luego perseguidos por el fascismo, de la liberación femenina como paso a una sociedad des-antropologizable, del descubrimiento de todo tipo de substancias psicoactivas, de prohibición de la bebida con la ley seca, de especulación con el contrabando de las mismas… es decir, un tiempo en el que la contradicción era el motor que empujaba a la sociedad, que recibía pasmada los productos de consumo de la revolución industrial y el avance tecnológico, de forma que éstos no solo alimentaban a la maquinaria de guerra, incluida la persecución de la bomba atómica, sino también una incipiente sociedad del bienestar.
El ejemplo del jazz, propuesto por Scott Fitzgerald como característico de los felices años veinte, es canónico cuando vemos que es una música que horripila a los marxistas, porque no pueden soportar la alegría de la individualidad, lo cual constituyó polémica contradictoria entre pensadores como Walter Benjamin contra otros de la incipiente Escuela de Frankfurt.
Los Estados Unidos iniciaban el “American way of life”, con automóviles, teléfonos y electrodomésticos para todos los ciudadanos, extendieron la publicidad como mecanismo mercantil para propalar a su vez el consumo, motor del capitalismo, y se multiplicaban los créditos y las ventas a plazos. Los espectáculos de masas, como el cine, los deportes, los teatros, ampliaban la fascinación masiva por ejemplos de éxito. En ese “totum revolutum” hizo aparición la especulación, la forma de apropiarse del dinero, el símbolo de poder de consumo, sin que esa apropiación estuviese vinculada a la producción de bienes o servicios, sino que se alimentaba en sí misma, y todo ello, por exageración y falta de regulación, abocó en el crash de 1929 y la entrada en los años treinta con la solución que eligieron los damnificados: el fascismo o el comunismo.
La Gran Guerra terminó, pero la tensión entre el capitalismo y los fascismos y comunismos, siguió todo el siglo, la tecnología se ha incrementado enormemente hasta hacer que la información se haya convertido en vigilancia y todos los ciudadanos estén a punto de convertirse en cómplices y víctimas de un solo pensamiento, lo mismo que persiguió el comunismo, pero bien hecho. Si acaso lo han visto algunos pensadores, fueron Heidegger y Unabomber.
Los felices años veinte quedaron plasmados en la novela “El Gran Gatsby”, de Scott Fitzgerald, plena de avaricia, éxito en la vida, y sueño americano, en la época que vive el incremento de Nueva York de 3.437.000 habitantes hasta 6.930.000 habitantes, construyéndose 188 rascacielos, en medio de grandes fiestas privadas, urbanizaciones de lujo, moda, persecución hipócrita de la reputación, contrabandismo y dinero. Casi a la vez, en 1924, en Europa, se publicaba “La Montaña Mágica”, de Thomas Mann, en un contexto emotivo, histórico y trágico, opuesto al espíritu emprendedor de los personajes de Scott. Así era Europa y así Norteamérica, ambas se complementaban, y una llegó a la guerra en medio de su amargura, perdió más de la mitad del continente en el dirigismo totalitario de la aventura caduca del comunismo, y la otra, América, ganó la guerra, inundó el mundo con su “American way of life”, y con esa alegría impostada pero, al fin, alegría, contra la tristeza auténtica de los europeos, pero al fin, tristeza.
Sartre y Heidegger desarrollaban su camino al Ser, la Muerte y la Libertad, la filosofía analítica se unía a los formalismos matemáticos y reordenaba el mundo, el marxismo inundó el historicismo de forma violenta y totalitaria, predicando una dialéctica que puede tener la lectura que proponían o la opuesta, siendo la opuesta la ganadora como ha demostrado la estructura del capital, perenne y globalizadora, porque la da la naturaleza, mientras que la estructura comunitarista la da la mente humana empujada por sus sentimientos más mezquinos. Ahora se repite la historia, tras una leve hecatombe la tecnologización extrema nos ha demostrado que los humanos empezamos a estar amaestrados.
Se ha cumplido la previsión de Unabomber, que es de los años setenta del siglo XX, y provocó su enloquecimiento. La muerte ha mostrado su patita con la pandemia y todo el rebaño ha reaccionado a una, el ser superior se solidifica y empieza a aparecer en todo su esplendor. El siguiente ciclo tras el shock es de nuevos locos años veinte, y después, como somos muy previsibles, sobrevendrá una guerra en la que, al terminar, la humanidad quedará enclaustrada, vigilada y sometida, de forma que la democracia o la dictadura habrán desaparecido, y las garantías jurídicas que los individuos creen que les corresponde, serán gestionadas por máquinas con inteligencia artificial, equivalentes a un voto permanente y online, como las existencias de un gran almacén, perfectamente vigiladas una a una, y marcada su trazabilidad.
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