El filósofo Giorgio Agamben (Roma, 1942), alumno en los años sesenta de Heidegger, es uno de los pensadores actualmente más respetados en la academia. En los años noventa estudió a fondo el estado de excepción en Carl Schmitt, y parió, al alimón con la biopolítica de Foucault, el concepto de Nuda Vida, desarrollado sobre todo en su obra “Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida”. Se trata de la consideración de la Nuda Vida en dos vertientes, la política y la médico-biológica, ésta última en tanto descriptora del cuerpo como certeza de un existente. Estos considerandos llegan a un límite: todo el desarrollo jurídico de la humanidad se basa en la relación entre el ejercicio del poder soberano sobre las vidas nudas de los humanos del grupo sobre el que se ejerce la soberanía, incluida la muerte de esas vidas si la soberanía lo decide así. El humanismo, por tanto, no existe, sino que es una máscara, necesaria e instrumentable, para ejercitar la soberanía, la vida nuda es aniquilable si la soberanía lo decide. Literalmente: “la vida que se puede quitar y sacrificar del homo sacer, de quien queremos mostrar su función esencial en la política moderna… una oscura figura del derecho romano arcaico, que incluye a la vida humana en el orden jurídico sólo en forma de exclusión (es decir, en la posibilidad de darle muerte sin sanción)".
A la llegada de la pandemia, Giorgio Agamben, el 26 de febrero de 2020, publicaba en “Quodlibet.it” un texto corto, “La invención de una epidemia”, en el que afirmaba: “Frente a las medidas de emergencia frenéticas, irracionales y completamente injustificadas para una supuesta epidemia debido al coronavirus, es necesario partir de las declaraciones del Consiglio Nazionale delle Ricerche”. Agamben daba cifras en el sentido de que el 4 por cien de los contagiados quedaban graves o fallecidos. En España, al fin, siendo los contagiados un cinco por cien de la población (dos millones), y los fallecidos 40 mil, con independencia de la torpeza de los gobernantes de postureo que tenemos, la ratio de fallecidos ha sido, pues, del dos por ciento, menos de lo que barruntaba Agamben. Doloroso, pero epidemiológicamente normal: “Si esta es la situación real, ¿por qué los medios de comunicación y las autoridades se esfuerzan por difundir un clima de pánico, provocando un verdadero estado de excepción, con graves limitaciones de los movimientos y una suspensión del funcionamiento normal de las condiciones de vida y de trabajo en regiones enteras?”.
Hoy día, salvo por las fórmulas politizadas de la OMS, sabemos que dichos porcentajes, una vez mapeadas las poblaciones, se cumplen, y Agamben sigue: “Dos factores pueden ayudar a explicar este comportamiento desproporcionado. En primer lugar, hay una tendencia creciente a utilizar el estado de excepción como paradigma normal de gobierno. El decreto-ley aprobado inmediatamente por el gobierno por razones de salud y seguridad pública da lugar a una verdadera militarización de los municipios y zonas en que se desconoce la fuente de transmisión de al menos una persona... una fórmula tan vaga e indeterminada permitirá extender rápidamente el estado de excepción en todas las regiones, ya que es casi imposible que otros casos no se produzcan en otras partes”. Y en efecto, así ocurrió, confirmando los peores pronósticos agambianos, que detectó desde el principio que el fin último es el ejercicio total de soberanía sobre los cuerpos por la aplicación del estado de excepción: “Parecería que, habiendo agotado el terrorismo como causa de las medidas excepcionales, la invención de una epidemia puede ofrecer el pretexto ideal para extenderlas más allá de todos los límites”. La advertencia temprana de Agamben, en el mes de febrero, antes del bloqueo de los hospitales, sigue valiendo después del resultado mundial que no va más allá, ni de lejos, de las muertes provocadas por otras gripes como la de 1918, la de 1957 y la de 1969.
El filósofo francés Jean-Luc Nancy (Burdeos, 1940), en “antinomie.it”, dos días después, el 28 de febrero, replicaba a Agamben que este era un virus más que gripal, neumónico, y mortalmente mucho mayor, “la diferencia es de 1 a 30: no me parece una diferencia pequeña. Giorgio dice que los gobiernos toman todo tipo de pretextos para establecer estados continuos de excepción. Pero no se da cuenta de que la excepción se convierte, en realidad, en la regla en un mundo en el que las interconexiones técnicas de todas las especies alcanzan una intensidad hasta ahora desconocida y que crece con la población”. Jean-Luc, pues, ve el estado de excepción como una necesidad originada en la globalización: “hay una especie de excepción viral –biológica, informática, cultural– que nos pandemiza”.
Giorgo Agamben, en Venise en 2002. Photo de Ulf Andersen. Sipa. En diario "Libération"
El 11 de marzo, Agamben volvió a “quodlibet.it”, con “Contagio”, y escribió sobre el “untador”, una figura deleznable de las pestes de 1500 y 1600 en Milán. En 1576, una “grida” milanesa instaba a los ciudadanos a denunciar a los untadores, definidos así: “Habiendo llegado a la noticia del gobernador que algunas personas con débil celo de caridad y para sembrar el terror y el espanto en el pueblo y los habitantes de esta ciudad de Milán, y para excitarlos a algún tumulto, van ungiendo con untos, que dicen pestíferos y contagiosos, las puertas y las cerraduras de las casas y los cantones de los distritos de dicha ciudad y otros lugares del Estado, con el pretexto de llevar la peste a lo privado y a lo público, de lo que resultan muchos inconvenientes, y no poca alteración entre la gente…”, y promete a los chivatos quinientos escudos. Agamben saca conclusiones con la actualidad y dice: “las recientes disposiciones transforman de hecho a cada individuo en un potencial untador”, y sigue: “Nuestro prójimo ha sido abolido. Es posible, dada la inconsistencia ética de nuestros gobernantes, que estas disposiciones se dicten en quienes las han tomado por el mismo temor que pretenden provocar, pero es difícil no pensar que la situación que crean es exactamente la que los que nos gobiernan han tratado de realizar repetidamente: que las universidades y las escuelas se cierren de una vez por todas y que las lecciones sólo se den en línea, que dejemos de reunirnos y hablar por razones políticas o culturales y sólo intercambiemos mensajes digitales, que en la medida de lo posible las máquinas sustituyan todo contacto entre los seres humanos”.
¡Chapeau, Dottor Agamben!
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