Juan Ezequiel Morales
Sebastian Kleinschmidt es filósofo, y fue, entre 1991 y 2013, tras la caída del muro de Berlín, editor jefe de la revista “Sinn und Form”, de gran proyección literaria en la República Democrática Alemana desde 1949. Su último libro publicado ha sido "Hans-Georg Gadamer. Filósofo de la conversación" (Verlag Ulrich Keicher, 2019). Es, pues, Sebastian Kleinschmidt, un filósofo procedente del asfixiante mundo del comunismo soviético. Instalador de señales eléctricas en la Deutsche Reichsbahn, estudió historia en la Universidad Karl Marx de Leipzig, y hasta 1974 estudió filosofía en la Universidad Humboldt de Berlín, donde se doctoró en estética en 1978. Opositor al gobierno comunista desde 1974 a 1977, y perseguido por el Ministerio de Seguridad del Estado.
Repasamos estos hechos biográficos para constatar que Kleinschmidt viene de vivir en un estado autoritario, incluyendo el haber lucha contra ese gobierno, y precisamente sus opiniones sobre la autoridad están actualmente más fundadas que las de los de la progrez (que viene de progre y de hez), cuya cabalidad brilla por su ausencia, y de quienes es analizable que sus impostadas quejumbres nacen del complejo de no haber vivido nunca en un estado verdaderamente autoritario.
En el último número de la revista alemana “Philosophie”, de enero 2021, Sebastian Kleinschmidt escribe “Verteidigung der Autorität”, en defensa de la autoridad. Y señala Kleinschmidt que defenderla se considera conservador y antidemocrático, un grave error -dice- dado que es la autoridad la que nos salva de la ceguera que nace de la presión grupal. En las universidades de Occidente esta cultura de rechazo acaba con las ideas de familia, nación, territorio y autoridad, lo cual se ha considerado durante 250 años como regalo de la Ilustración y el Romanticismo. Sebastian Kleinschmidt pone un ejemplo: “Tomemos un barco escuela de vela, un bergantín goleta. Dos mástiles, cinco velas cuadradas, diez velas de paso, ciento veinte líneas, trampas, besugo y vainas. Quinientos metros cuadrados de superficie de vela. Treinta guardiamarinas, diez miembros de la tripulación regular, un Capitán, un primer oficial, segundo oficial, jefe de botes. Todas las autoridades son personas de respeto, y existe una graduación jerárquica para emitir instrucciones. Tienen poder y también autoridad. ¿Alguien piensa que se puede navegar en un barco así sin que nadie diga qué hacer? Cuando el viento se levanta, cuando amaina, cuando gira, siempre toca hacer lo correcto y necesario. Y antes de que lo vayan a hacer a la vez muchos y sin orden, toca que esos muchos sean dirigidos por uno, uno que dispone de una visión general, cuyo juicio tiene peso, que da la orden decisiva y salvadora cuando se presenta el peligro. La autoridad es un poder milagroso del hombre sobre el hombre”. Dice Kleinschmidt que basta llamar a las cosas por su nombre para constatar que afirmar que la autoridad es un concepto conservador y reaccionario es una quimera.
Sebastian Kleinschmidt (Fotografía de Adam Walanus, Polonia)
Fueron los delirios revolucionarios franceses los que iniciaron la sospecha en nombre de la libertad y la razón, y decidieron que ello implicaba ir contra cualquier tipo de paternalismo, y cita el volumen primero de la “Encyclopédie, ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers”, de 1791, donde Denis Diderot distingue entre autoridad política y literaria, rechaza la legitimidad de la autoridad política, que equipara a usurpación, y admite la autoridad literaria, que ve como sinónimo de prestigio. Kleinschmidt argumenta que esto se debe a la magia de los términos opuestos: ¿Quién no está a favor de la libertad, la madurez, la autonomía, la discusión de las cosas?, de forma que se podría afirmar que “la forma moderna de autoridad es la autoridad de los antiautoritarios”. Y entre estos siempre se escudan los gamberros.
Kleinschmidt acude a una metáfora del viejo politólogo Dolf Sternberger, que trató el tema desde 1959: “en el caso de una decisión autoritaria (autoritariv), el nudo se rompe, y en el caso de una decisión con autoridad (autoritär), el nudo se deshace de forma segura”.
Si nos vamos a la descripción del clásico romano “auctoritas”, Kleinschmidt cita al filólogo Richard Heinze: ¿Cuál es la base de la validez general de la auctoritas romana?: “La sensación de que no todo el mundo entiende todo, y sobre todo no por su cuenta, genera el respeto por una personalidad en la que se encarna la experiencia superior, la pericia y el sentido de responsabilidad, combinado con el deseo de estar siempre lo más seguro posible”. El pasaje muestra que la autoridad no afecta a la libertad, pues la subordinación surge enteramente de la libertad en la medida en que la libertad es una intuición de la necesidad, señala Kleinschmidt: “¿Qué orienta entonces nuestro pensar y actuar, nuestro sentir y querer, cuando la autoridad ya no es válida y su idea ya no se comprende, cuando se rechaza el principio de aprender sobre modelos a seguir y se desgasta la fiabilidad de la tradición?”. La respuesta es la presión del grupo, la presión de todos los componentes del grupo, la presión mayoritaria, la pseudo-autoridad de la unanimidad colectiva, la mimesis de lo común, que se convierte en la pauta de comportamiento: “La presión del grupo es solo otra palabra para la cobardía, la aversión a la responsabilidad y la inmadurez propia. Si el reconocimiento libre e imparcial de la autoridad no forma parte de un concepto razonable de libertad, lo único que queda al final es el acuerdo subordinado con el Zeitgeist, sus cantos de sirena y sus tabúes, su ilusionismo y su hipocresía. Una especie de mentalidad de manada”.
Esta alergia natural a la autoridad sana es hoy día propia de la izquierda del espectro político, hipnotizados por hampones como Hasel, Bodalo, Alfon, Rodrigo Lanza o Valtonic, sus tótems, con mentalidad de manada, lo más parecido a las hienas carroñeras.
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