Juan Ezequiel Morales
Alfonso Crujera 1974-2020 Versus Ernesto Castro 2020
Cuarenta y seis años de arte condensados en un memorial en la Sala de La Regenta, en Las Palmas de Gran Canaria, y previamente en la Sala de Exposiciones Instituto Cabrera Pinto, en San Cristóbal de La Laguna, adonde acudieron más de diez mil visitantes, previenen el descanso del guerrero.
Obra de Alfonso Crujera (Látex, pigmento/ lino. 125 x 300 cm. 2006. Colección privada, Las Palmas)
Recién inaugurada la exposición, denominada “Mundos Paralelos”, en Las Palmas, y recorrida la misma con el autor, terminamos en una agradable cena con el escritor Antonio Perdomo, discutiendo sobre ética, estética y política. Justamente así se titula la obra del filósofo Ernesto Castro: “Ética, estética y política. Ensayos (y errores) de un metaindignado” (abril 2020). En el transcurso del paseo por su magna obra, Crujera iba desbrozando el universo detrás de cada etapa, en su prolijidad DaVinciana, habiendo tocado innumerables disciplinas: pintura, cerámica, grabado, video, instalaciones, teatro… pero ¿es actual esa forma de expresar el arte en estos cybertiempos? El tablero ético se ha relativizado y ha mutado, de forma que lo que era ético en 1970, hoy da risa; en cuanto la política va encaminada al rey del mundo, a un imperio global que asoma sus orejas de manos del globalismo comunitarista y la destrucción del individuo y sus derechos ¿Y la estética? ¿Qué de la estética?
Vamos a aprovecharnos del texto de Ernesto Castro, dado que su juventud y saber nos puede colocar en el marco contextual actual y, a partir de ahí, criticar cuarenta y seis años de trabajo.
Dice Castro: “Cuando le conté a una amiga que hoy tenía que hablar de la precariedad económica del arte, me contestó: ¿Y por qué no hablas de su precariedad intelectual? Hace años que no se piensa nada nuevo”. Esto advera la sensación, mucho más sentida que en los años setenta, de que el arte no piensa nada nuevo, un discurso de urinario duchampiano que no ha cambiado y, aún hoy, sigue vigente y empeorado. Ernesto Castro comenta consigo mismo: “Yo pensaba además que el principal problema del mundo del arte era el exceso de teoría, la ridícula posición de mistagogos que han asumido los comisarios desde finales de los años ochenta, la proliferación de testaferros que se creen filósofos porque trabajan en la lucrativa profesión de rellenar los catálogos de los amigotes con citas de Jacques Derrida y analogías con Marcel Duchamp”. Aquí todos recibimos estopa, pero se muestra la vaciedad en todos los niveles etarios de los trabajadores de la estética.
Crujera y yo, en varias aventuras en el tardofranquismo, nos escondíamos para el estudio de los movimientos psicodélicos, con esa sensación de que fuera estaban los monstruos antirrevolucionarios. La sensación de estar haciendo lo correcto, y de tener en nuestras manos el futuro pluscuamperfecto del mundo, en política, ética y estética, era euforizante. Comparémosla con el joven filósofo Ernesto Castro, poseedor de muchísima más información hoy de la que contábamos nosotros en aquellos años: “No os preocupéis, que yo hace tres años que no creo en la revolución y mucho menos en los revolucionarios, en los monaguillos de la revolución cotidiana tales como Enrique Vila-Matas, cuyo retrato de este mundillo, Kasel no invita a la lógica, es en verdad un libro sobre creerse el centro del mundo y querer follarse a las jóvenes becarias”. ¡Vaya hombre! Parece un remedo de la Beat Generation, hastío, impotencia de reconstrucción a partir del arte. Alfonso Crujera, sin embargo, reconstruye con su obra, no expande inutilidad. Y no ocurre que yo esté, en absoluto, de acuerdo con su defensa ecologista de cuidado natural; estimo más bien que el mundo tiene un final apocalíptico y el empeño en cuidarlo como si fuera el jardín de casa, nos impide actos épicos.
Sin embargo, ambos creemos que, o cuidando o usando al mundo, hacemos por averiguar el misterio teleológico, el “Mysterium Tremendum”. Pero los jóvenes parecen nacer vencidos.
Volvemos a los “hace tres años” de Ernesto Castro, fundador de un interesante círculo filosófico de Podemos: “La noche del 1 de septiembre de 2011, hace ahora tres años, me detuvo la policía por pintar un grafiti en la fachada de la sucursal del Banco Santander en la plaza de Embajadores de Madrid. El grafiti rezaba «Tú Botín/Mi Crisis», un juego de palabras que entonces me parecía mazo rebelde y mazo creativo con el nombre del presidente de esa entidad financiera, Emilio Botín. Como todo el mundo sabe, Embajadores es la plaza de la que salen las kundas llenas de drogadictos a pillar una papelina a la Cañada… Yo había cometido el error de salir a pintar con la mochila llena de pegatinas de Juventud Sin Futuro, organización estudiantil en la que milité brevemente, durante lo que entonces llamábamos el «#otoñokaliente del 15M». También llevaba yo ese día en la mochila una selección de artículos de León Trotski, editada por el diario Público, y un ejemplar de La economía del socialismo factible, de Alec Nove, amén de otros libros hiperbólicamente anticapitalistas que yo entonces leía y ahora me dan dolor de cabeza… cuando eché a correr con toda esa carga a mis espaldas, en mi huida ante la sirena de la patrulla de policía , les resultó muy sencillo a la pareja de maderos el seguirme y el pillarme a los pocos metros . Me placaron por detrás… Me registraron la mochila. Sacaron los libros. Leyeron sus títulos. Se rieron en mi cara. Me cayó una multa de 1.500 euros por manchar la Villa Histórica de Madrid. Aquí terminó mi experiencia de la Revolución”. ¡Kaput! Las carreras, pues, son las mismas, pero si analizamos el objetivo, ¡qué diferencia tener enfrente un monstruoso Leviatán cuyo líder, ganador de la guerra, podía aplastarnos al garrote vil, a tener enfrente unos probos policías democráticos que, en lugar de un pistolón, sacan un papel y escriben una sanción administrativa! Empero, ello no significa que la cosa no vaya a empeorar y nos encontremos pronto todos entrando en la distopía violenta del “homo homini lupus est”.
Ernesto Castro analiza la naturaleza del museo como envase del arte: “La apertura de los primeros museos de acceso público después de la Revolución francesa generalizó este problema, el de la ilustración de los espectadores. En 1857, la Cámara de los Comunes del Reino Unido aprobó una normativa que obligaba a que el patrimonio de los museos nacionales estuviera acompañado de una breve descripción, en vistas a transmitirle información útil al público y ahorrarle los gastos del catálogo… En Cartelas de museos: manual para los comisarios de museos (1957), John Frederick North cuenta la anécdota de un visitante de un museo de ciencias naturales que pidió que le explicasen el significado de una cartela que definía a los leones como «mamíferos carnívoros digitígrados pertenecientes a la familia de los félidos». Cuando le explicaron que quería decir que los leones son unos gatos grandes que andan de puntillas y comen carne, el visitante replicó: ¿Por qué diablos el que escribió la cartela no lo dijo así?… Contra esta pedantería se han levantado los moralistas que creen en la libertad de conciencia individual y afirman que las instituciones expositivas no deberían imponer sobre el público la interpretación de la obra preferida por el artista, el comisario o el pedagogo”. Pues, al respecto, hay que decir que una de las innovaciones de la exposición memorial “Mundos Paralelos”, de Crujera, dispone de unos códigos QR al lado de los cuadros u obras, que expanden hacia el resto de la obra, expanden la visión a la nube virtual del cyberespacio. Las antiguas cuitas a las que alude Ernesto Castro quedan obsoletas ante el panorama “paralelo”, en el espacio virtual, que nos ha invadido, y ha convertido a los museos en meras entradas a mundos más gigantescos donde se almacena y recrea la memoria total.
En cuanto al aspecto político, de provocación social, Ernesto Castro también contempla el cansancio del panorama: “quisiera subrayar, en relación con el lema del 15M, «No nos representan», la escasa participación de los artistas en las movilizaciones de los últimos años en España, más aun teniendo en cuenta la lata que suelen dar en los másteres de gestión cultural, en los catálogos de exposiciones y en las ruedas de prensa del director del Museo Nacional Reina Sofía, perorando acerca de Alain Badiou, Jacques Rancière, Slavoj Žižek, Antoni Negri, Ernesto Laclau, Chantal Mouffe y tantos otros que nos están pidiendo de rodillas que, por favor, salgamos a manifestarnos a la calle… Ni por esas se ha conseguido que las artes plásticas sean útiles para la lucha social. Es triste pero cierto que lo más artístico que hemos visto en los últimos años de polarización política han sido lemas ingenuos, cuando no cínicos, pintados sobre los bustos de las miembras de Femen”. Hace cuarenta y seis años esta sensación derrotista no existía, más bien había que cuidarse para no acabar incómodamente.
Comparemos esta apatía con lo que trae a colación Ernesto Castro, un discurso de 1946 del entonces ministro de Asuntos Exteriores de la dictadura, Alberto Martín Artajo, referido al arte: “La gran preocupación que debe orientar la política artística: hacer que el arte sea para sus servidores no una ocupación trivial o una rutina, sino una grave aventura, un factor dramático de su existencia”. Lo mismo que sentíamos nosotros hace cuarenta años, pero parece ser que, después de bien democratizados, además de no interesar a los jóvenes aquel logro transicional, tampoco interesa del arte el verlo y sentirlo como una aventura. Ernesto Castro critica: “Yo no digo nada, pero le huelen los pies al Concilio Vaticano II”. Por no ponernos más cáusticos remedando lo que también recuerda Castro: “En la Bienal Hispanoamericana de 1953, donde el pintor resultó aclamado mejor artista español vivo, cuentan que Alberto del Castillo le dijo a Franco: Excelencia, esta es la sala de los revolucionarios. A lo que el dictador replicó: Mientras hagan las revoluciones así…”.
El arte contemporáneo, pues, ha de luchar contra esa banalidad que explicita Castro citando a Salanova: “poner el propio cuerpo a disposición del público y atenerse a las consecuencias (Marina Abramović), masturbarse con embutidos y repartir los restos a modo de canapé (Diana J. Torres) o hacerse reconstruir el himen artificialmente (Regina José Galindo). ¿En qué medida estos actos de terrorismo sexual alcanzan sus fines, que por lo visto consisten epatar al burgués, edificar al subalterno y llamar a la reflexión del intelectual? Me temo que el culto a la transgresión propugnado por la conquista publicitaria de lo cool condena todas estas iniciativas al fracaso y a la banalidad… Así, cuando Annie Sprinkle anima al público a hacer cola para contemplar el interior de su vagina mediante un instrumento ginecológico, tengo la impresión de que el espectador ingresa en un régimen visual que me es por completo ajeno, donde lo relevante no es la excitación suscitada por aquello que se ofrece a plena vista, sino el tiempo muerto que uno pasa en la cola de espera, antes de que pueda realizar su escrutinio. A mi juicio, este Anuncio público del cuello uterino salta de la expectación masturbatoria a la inspección médica, trasmuta la mirada del pajillero en el ojo del enfermero, convierte la experiencia del porno en una revisión rutinaria”. Pues eso, el arte actual, mostrado con honestidad filosófica por Castro, y confrontado a una obra como la de Alfonso Crujera, es la contraposición del hastío a una escultura titánica como el Vritrá, la enorme columna cerámica de Crujera que recoge la fuerza cósmica del asura o semidiós védico de la sequía frente a la postura hilarante de un narcisista coño sucio como el de Sprinkle. He ahí las diferencias.
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