Juan Ezequiel Morales
El mundo es grande, y las cuitas de una población como la canaria hay que verlas como lo que son, un problema geopolítico local, cual es el de haber sido convertida, con la colaboración del gobierno estatal, en puerta de una invasión como de la advertida por el asesinado líder libio Muammar El Gadaffi, autor del curioso “Libro Verde”, o lo que más contemporáneamente se traduce con meridiana claridad como “Isla Cárcel”, por el Presidente del Cabildo Antonio Morales. El filósofo francés Éric Sadin lo define como "haces convergentes de inestabilidad que erosionan poco a poco la base común de la existencia y vuelven frágiles los lazos sociales", y de esta forma, sigue Sadin, la frustración provoca adhesión a partidos populistas o de extrema derecha, y "los repliegues identitarios amenazan el principio de cohesión social" ("La siliconisation du monde", 2016).
Sin embargo, esas cuitas locales no han de ser el árbol que impida ver el bosque. Porque ¡amigos! viene éste siendo un ejemplo casi fractal que permite comprobar cómo en una región pequeña se concentran todas las estrategias de quienes con efectiva mezquindad hacen daño a pacíficos habitantes apoyándose en esa excusa contra la libertad de expresión a la que llaman en todo occidente “delito de odio”, un delito "ad hoc" al servicio del poder para amordazar al súbdito, "contra natura" de la libertad, usado por tirios y troyanos, jacobinos y girondinos, capuletos y montescos, cada quien "pro domo sua". Y son sus actuales defensores los Poncios, el delegado del Gobierno, el presidente del Gobierno y el alcalde también del Gobierno, zurupetos y jalamecates al mando del gobierno estatal, a quienes han encargado dejar el pequeño territorio archipelágico a su suerte, porque estratégicamente solo se le contempla como zona minera y logística, y pasa a ser irrelevante el bienestar de la población, hasta ahora pacífica, multicultural y amigable. La sensación de indefensión es máxima y es seguida del ataque insultante y aleccionador por los Poncios, denominando racistas y xenófobos a los damnificados y víctimas (palabras simbólicas que utiliza goebbelianamente la táctica izquierdista y schmittiana de culpabilizar a los colectivos, a fin de disponer de bula).
Todo esto mientras esa burguesía roja disfruta del solaz de los palacios de gobierno de los que se han apoderado, mientras vemos al alcalde, rodeado de policías, en la misma playa en la que, cuando él no está con su Guardia de Corps, se producen las agresiones y violaciones que luego son desmentidas por una estadística desequilibrada, falsa y ladinamente expuesta (por ejemplo, 45 delitos contra la población son nada, pero los mismos delitos por violencia de género en la misma población y tiempo, sí que son motivo de gravísima alarma).
Evidentemente, la verdadera y constatada alarma social que viven los canarios en todos los barrios ha producido un rechazo de los habitantes y vecinos que, además de no creer a estos Poncios, se ven representados y defendidos más por aquellos habitantes de barrios tildados de xenófobos y racistas, que por los alguaciles del orden que los han abandonado a su suerte, vecinos a los que mienten y engañan con la vileza de una banda de políticos vagos viciados por el ejercicio del chantaje y la ocultación de la verdad.
Pero este relato, casi cotidiano y localista, sólo va para recordar al Abate Mably. Lo entendemos mejor con la diatriba de Benjamin Constant, filósofo teórico de la libertad nacido de la Revolución Francesa: “el abate Mably puede ser considerado como el representante del sistema que, conforme a las máximas de la libertad antigua, quiere que los ciudadanos estén completamente sometidos para que la nación sea soberana, y que el individuo sea esclavo para que el pueblo sea libre… en todas sus obras expresa su disgusto por el hecho de que la ley no pueda más que alcanzar a los actos. Le habría gustado que llegara también a los pensamientos”. Constatado esto, Benjamin Constant pasa a determinar cómo ese espíritu constreñidor de los comunitaristas antilibertad utiliza el que, modernamente, ha sido denominado “delito de odio”, herramienta que reprime los sentimientos de la mayoría en pro de unas minorías que no tienen otro valor que el serlo, y aún si agreden, delinquen, o cruzan ilegalmente el "borderline", han de ser protegidas frente a la legítima rabia de los agraviados: “Es posible tender trampas a los ciudadanos, inventar fórmulas rebuscadas para declarar rebelde a todo un pueblo, castigarlo sin que haya cometido delitos, privarlo del derecho mismo al silencio… ¿Qué ocurre entonces? Los hombres honestos se indignan, los débiles se degradan, todos sufren, nadie está satisfecho… apuntalar una opinión con amenazas es invitar al coraje de desafiarla”. Esa libertad de prensa, esa negativa a la transparencia y propalación de los datos cada vez más utilizada por los gobiernos socialistas del mundo entero, trae mala espina: “no fue la libertad de prensa la que condujo a los crímenes y el delirio de una revolución cuyas desgracias todas yo reconozco. Era la prolongada privación de la libertad de prensa la que había convertido al vulgo de Francia en crédulo, inquieto, ignorante y, por tanto, a menudo feroz”.
Representación del Flautista de Hamelin
Y es eso lo que provocan las mentiras y propagandas de los Poncios que amordazan a los sufridos pobladores con el espurio y estratégico delito de odio. No obstante, se les puede felicitar por su eficacia a los Poncios: disponen de la titularidad del poder y de la promulgación de Leyes Ovejunas, y teniendo en cuenta la naturaleza humana, disponen de la capacidad de esclavizar y someter a toda una población a los sufrimientos infames que quiera que sean. Muy extraño es que esa población se rebele, aun siendo que se recuerde a los Poncios por la historia como símbolos de una innecesaria cobardía para con los suyos, por mero sometimiento a las leyes comunitaristas que envuelven a la antroposfera en una asfixiante dictadura contra la libertad, libertad que importa un bledo a esta caterva de hurgamanderas, que se han propuesto, como las ratas que oían la flauta de Hamelin, ahogarse en el río de la estulticia.
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