“La Ley de la Muerte”, es el título de un jugoso artículo de Bartolo Luque, físico y profesor de matemáticas en la Universidad Politécnica de Madrid, en el número de noviembre de 2021 de la revista “Investigación y Ciencia”, donde explica varios aspectos de la ley de Benjamin Gompertz, que determinó una tasa de mortalidad en función del envejecimiento, mortalidad que obedece inextricablemente a una multiplicación por dos de la probabilidad de morir: cada ocho años se duplica, entre los humanos, la probabilidad de morir. Es así como se determina que casi ningún ser humano sobrepasará los 125 años. El modelo de Gompertz se utilizó en otros animales, previendo en cada especie un patrón de envejecimiento y muerte específico.
Para llegar a esto, el profesor Luque introduce como curiosidad perceptiva el ejemplo del matemático John Allen Paulos en su libro “El hombre anumérico”: “la probabilidad aproximada de no morir de un accidente doméstico es = 98%. Y también que no morir de enfermedad pulmonar = 95%, no morir de locura = 90%, no morir de cáncer = 80%, y no morir de enfermedad cardiaca = 75%. De modo que la probabilidad de librarse individualmente de cada una de estas muertes resulta alentadora. Pero ¿Cuál es la probabilidad de morir por alguna de estas causas? Suponiendo que todas ellas son independientes entre sí, para calcular la probabilidad de no morir por ninguna de las razones enumeradas arriba debemos multiplicar las probabilidades. Así, tenemos que P (no morir por ninguna de las causas anteriores) = 0,98 x 0,95 x 0,90 x 0,80 x 0,75 = 0,50”. Esto significa que la probabilidad de morir por alguna de estas causas es, pues, del resto: el 50 por ciento. Lo que es decir que “la mitad de los lectores de esta columna sufrirá alguna de las muertes que acabamos de mencionar”. Estas son las sorpresas de la estadística cuando el evento cae encima de uno de los pobres individuos del colectivo. Lo que parece lejano, como la mismísima muerte, se nos presenta, de repente, enfrente y nos toma de un guadañazo.
Las Tres Edades y La Muerte, cuadro de Hans Baldung, 1541 (Museo del Prado)
El profesor Luque sigue explicando el concepto micromuerte y microvida. Una micromuerte es algo que ocurre en un grado tan impercetible que impresiona al muerto y a su entorno, pero como número en el universo colectivo no es relevante. Pone erróneamente Luque el ejemplo del efecto secundario de la vacuna Covid de morir por un trombo como 1 entre 1.000.000 (esa manifestación en el prospecto de las fabricantes no cuadra con 3,5 millones de efectos secundarios graves recontados oficialmente por la Universidad de Upsala para la OMS, con 10.400 millones de vacunas puestas, lo que nos indica que no son micromuertes, sino un desastre sin paliativos). Pues esa sería una micromuerte, para el caso de que las cifras fueran fiables, que en este ejemplo concreto no lo son por mero contraste estadístico.
Pero vayamos a la microvida, unidad de riesgo establecida por David Spiegelhalter, de la Universidad de Cambridge: la microvida se corresponde a una esperanza de vida de media hora, y en un ejemplo, ganamos 2 microvidas con 20 minutos de ejercicio, o perdemos 3 microvidas por cada 6 cigarrillos que fumamos. Estadísticamente somos así, en efecto, números que se intercalan unos sobre otros dándonos minutos de vida a cambio de minutos de acción o viceversa, quitándonos minutos de vida en función de acciones incompatibles con el funcionamiento biológico de la maquinaria corporal. Dentro de este panorama pragmático nos podemos preguntar: ¿Y la libertad? ¿El destino? ¿Lo que, en Oriente se define como el karma? ¿La gracia divina de Occidente? La muerte, para los seres vivos, es la desaparición de los que han nacido. Lo contrario de la vida no es la muerte, es el nacimiento. Los seres nacen y mueren. Cuando entremedio viven lo que hacen es existir en este plano inmediato del que sólo los imberbes piensan que saben algo y se atreven a pontificar. Y la estadística señala, en ese nivel de fluido vital, lo que sigue rodando o lo que la Tumbadora decide que terminó eternamente. Como me dijo un gran maestro en México, un inconmensurable Águila, con un infinito ojo luminoso, va devorando toda chispa de vida, chispa de vida a la que se le da una oportunidad misteriosa para proseguir más allá navegando en el mar de la conciencia. Quien tiene, o localiza, o le dan la clave, pasa.
Entre tanto la estadística es el disfraz de la gigantesca marioneta que mueve los hilos de esta fábrica universal en la que cada ocho años más pasamos a tener el doble de probabilidades de morir. El trabajo, entre tanto, es pasar. Una de las formas más placenteras de tumbarse en la propia existencia y esperar el bienestar para nuestra perduración como seres con cuerpo y alma, es la generación de una fe en la reencarnación. Es una especie de modificación de la moral semítica de raíz judeo-cristiana que establece no hacer el mal a nadie, y que racionalizó Immanuel Kant con el imperativo categórico: "No hagas a nadie nada que no quisieras que te hicieran a ti". Traducido a otra forma de ver, la oriental, esto se explica como la ley del Karma, ley de la acción-reacción, según la cual los males que hagamos en esta vida se purgarán en otras venideras, así como es esta vida el resultado de las acciones de vidas pasadas. No es difícil constatar que ambas hipótesis son la misma, con la diferencia de que, la de raíz judeo-cristiana, opera con una sola jugada, con una sola vida, y la de raíz oriental opera con la existencia de sucesivas vidas que van equilibrando el bien y el mal a lo largo de la inacabable existencia en la rueda del samsara.
Una descripción sincera del mundo es la de un inmenso universo repleto de seres depredatorios. Nadie sobrevive sin devorar de alguna manera a otros, y donde nos resulta más difícil verlo es en el mundo mineral, pero aún ahí, si miramos muy lejos, en las galaxias, en las estrellas lejanas, también vemos como unas devoran a otras. Una concepción de la depredación constata que los cuerpos y la materia orgánica se comen unos a otros: la planta al mineral, los insectos y herbívoros a las plantas, los carnívoros a los herbívoros y a las plantas, y los humanos a todos a la vez, previo proceso humanizado de matanza, presentación y masticación protocolaria. No es de extrañar, pues, que leyes como la de Gompertz predigan cada una de nuestras muertes. Es la Ley de la Muerte. La compañera de la Ley de la Vida.
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