Antes de caer languidecidos en las cálidas y procelosas aguas del atardecer en una acogedora cala de Agia Pelagia, devorando pausadamente una ensalada griega aderezada con un exquisito trozo de queso y orégano, la Dama del Tibor me invitó a un té en Neápolis, en Creta. Corría el año 2003. Seguí su instinto sin reparar lo suficiente en ello, pero al llegar allí, a Neápolis, y aparcar frente mismo a la iglesia, tropecé con el águila bicéfala, plasmada en todo su esplendor sobre la puerta principal.
Aquello me dio la clave de un itinerario que estaba estudiando, y que había visto trazado en algún libro prodigioso como un seguimiento de fuerzas indeterminadas que se iniciaba en el sur de Irlanda, seguía en las tierras de Avalon, al sur de Gales, proseguía en el mismísimo lugar de Mount Saint Michael, continuaba en Venecia, tocaba Grecia, en Delos, y seguía hacia Knossos, en la isla de Creta, donde estábamos. El hacer el seguimiento de ese periplo nos procuró ciertos conocimientos y estados psicodinámicos. La cuestión principal la habíamos comparado a la búsqueda oracular del futuro medio.
Yo había acudido a lecturas oraculares en algunas pocas ocasiones durante mi vida. Tres pulsiones inconscientes se daban cita: de un lado el adivino aparecía, de otro lado yo realizaba un peregrinaje o un cambio vital, y algo finalmente llamaba la atención para interrogar al futuro. Había descubierto, además, que la habilidad del visionario para con el saber que él tuviera del futuro medio no tenía gran importancia, es decir, lo principal era que mi propia actitud fuera espontánea y segura, tan segura como cuando se aprende a caminar, que no se sabe cómo, ni por qué, sino que se camina. En suma, el poder oracular estaba en mí, el resto era un vehículo en un camino, preparados ambos para ser usados. Prolonguemos más la alegoría: el saber está en quien interpreta el mapa, no en el mapa mismo.
En las búsquedas oraculares del futuro medio, yo había tropezado con un astrólogo de Burgos; con un brahmín lector de las hojas de palma en Varanasi; con un babalao y el oráculo de Ifá; con una psicóloga mexicana y las runas; y ya en los años dos mil, con un padre y un hijo que se ganaban la vida haciendo lecturas vedanta en Bangalore, al sur de India. Cada quién había expresado cosas que yo anotaba en un cuadernito y luego iba comprobando, o más bien iban sirviendo de mapa confirmatorio de que los caminos están sincrónicamente señalados, y de que de ese señalamiento se puede sonsacar un denominador común que atañe a un plan vital: el plan que se recorre a distancias marcadas por el tiempo de un futuro medio. Nunca se observa el futuro corto, pues es muestra de ansiedad vital. Y el futuro largo siempre es ilegible, no es cuestión individual, sino colectiva, y pretenderlo es como fabricar una central nuclear para tener luz en el hogar.
Con el tiempo averiguamos que el mismo sistema era aplicable al espacio, en vez de al tiempo. Ello nos había llevado a depurar una técnica que, a grandes rasgos, consistía en marcar una serie de puntos cognoscentes, especiales, en un lugar geográfico, trazar líneas entre ellos, y buscar tras las formas de las líneas trazadas un itinerario acorde con una meta-lectura. Y así fue que llegamos a Neápolis. De allí, la Dama del Tibor me llevó a Sitía, un apacible pueblo marinero del norte, a medio camino del palacio de Zacros, y ocurrió que desaparecieron los por doquier gritos de las cigarras, pues carecen de campos de olivares por aquella zona de su septentrión. Importunaba aquel ruido, no ensordecedor, pero sí continuo, de insectillos siempre invisibles y de los que el dueño del coche Skoda que tomé en alquiler, me había explicado, con una sonrisa martirizante, que se trataba de las originales del cuento en el que la hormiga trabajaba en verano, en tanto que la cigarra se empleaba en tocar la guitarra, y así terminaba ocurriendo, al llegar el invierno, que las hormigas sobrevivían, y las cigarras y sus cantares estivales desaparecían.
Ierapetra, donde la Dama del Tibor se alzó y aleccionó sobre la percepción del mundo
Cuando la Dama del Tibor me llevó a Sitía, y nos vimos libres del chirriar de las cigarras del estío, un vacío inundó mi cabeza por dentro. Cabeza vacía, hornacina para surgir nuevos descubrimientos de orden extra. Dimos la vuelta, tornando sobre nuestros pasos, y llegamos a Ierapetra, ya casi de noche, divisamos un tranquilo mar Mediterráneo, y en intelectual contubernio, conversamos y alcanzamos una convicción. Hacía mucho tiempo que, andando yo por las calles de México, y tras haber desechado la posibilidad de comprar la “Crítica de la Razón Pura” de Kant por 54000 pesos, terminé adquiriendo una obrita titulada “La mujer dormida debe dar a luz”, de 1968, escrita por alguien que utilizaba el seudónimo Ayocuán, con dos liminares de occidentales atípicos, Oswald Spengler y Teilhard de Chardin. El libro era la revelación de una cierta vinculación de este mexicano con la huida del Dalai Lama del Tibet tras la invasión china, pero lo que nos interesa es lo siguiente; alguien va a enseñarle historia a Ayocuán, y comienza diciéndole: “debemos empezar por tratar de resolver el primer problema, y ése va a ser, sin que sea mi intención ofenderlo, que no podemos iniciar desde ahora nuestros estudios de historia, porque imagino que usted no debe saber estudiar”. La forma de estudio que proponía a Ayocuán su enseñante no era desde la razón y los datos, sino desde un cambio de estado perceptivo.
La Dama del Tibor, que había iniciado la práctica del Lam-Rim tibetano, y disponía de conocimientos del método de meditación y concentración shiné, lo entendía perfectamente, y me hizo una interesante observación, sacada de sus estudios de Gurdjieff: el humano es fruto de tres fuerzas, su razonamiento activo, su pensamiento pasivo y su sentimiento. El razonamiento activo podía tener una fuerza expansiva de cientos o miles de kilómetros, es decir, una idea tiene un alcance casi infinito y no pierde energía en tanto los datos lleguen y se repliquen. Sin embargo, la vibración de un proceso de sensación abarcará, a lo más, unos doscientos metros. En esto, decía la Dama del Tibor, puede basarse el camino que ha seguido la forma de estudio occidental, con el uso de las ideas como meros datos, obviando otras formas como las de los sistemas meditativos, y entendía que era más íntegro captar el universo no como máquinas recogedoras de datos e imágenes, sino como seres extraordinariamente perceptores y vivos.
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